domingo, 12 de septiembre de 2010

Escritos con melodía y guitarra: Capitulo 3: Lonesome Blues

Hola a todos! ¿Cómo les va? Hoy les traigo una nueva entrega de esta sección, algo abandonada pero siempre muy fructífera. Escritos con melodía y guitarra, esta vez con una nueva historia, compuesta en menos de 24 horas pero con harto empeño. Espero que les guste y si es asi escriban algun comentario, para mejorar la retroalimentación. Se llama Carretera Solitaria.

Carretera Solitaria

So look up and down that lonesome road,

all our friends have gone, my Lord!

and you and I must go.

Look up and down that lonesome road,

hang down your head and cry - my Lord!

hang down your head and cry...

El reloj del automóvil marca exactamente las 2 y media de la noche, justo cuando las estrellas brillan con su mayor fulgor y la noche encierra a la ciudad en una caja de Pandora. Las sombras de a poco invaden los rincones más inhóspitos del coche y las ráfagas de los postes luminosos lo transforman en un peligroso tigre rayado en la oscuridad. La ciudad yace tranquila en un rotundo sueño, impávida ante los peligros de la noche y eso se nota a través del retrovisor. A 40 kilómetros por hora se dirige el automóvil, deslizándose suavemente por la rampa que se ensambla con el puente. Los párpados ya no tienen la misma fortaleza que hace medio día atrás, las extremidades sufren de una somnolencia insostenible, las neuronas se conectan con un letargo digno de un viernes al terminar la arrolladora semana. Aquella que te aliena 8 horas diarias y te explota diariamente, sin posibilidad de reclamos ni licencias y con una rutina agobiante, digna de un esclavo en el mundo moderno. El color grisáceo del sombrero Panamá se camufla con la piel del bólido. En aquel momento de la noche hombre y máquina se fusionan y se acoplan: son uno solo. Las piernas enraizadas al freno y al acelerador, espalda y respaldo forman un cuerpo perfecto y el brazo apoyado en el marco de la ventana, sintiendo el frío punzante a través de los dedos y músculos. Un pequeño destello se desprende de un solitario cigarrillo entre el anular y el dedo del medio. La articulación realiza aquel típico desplazamiento automático, desde el apoyo en el marco de la ventana hasta la boca y de regreso. Aspira e inhala el humo que desciende hasta los recovecos de aquellos desgastados pulmones. Aquella momentánea puñalada a los maltrechos bronquios se compensa con la sensación de relajo, de silencio y tranquilidad agregada al amaderado sabor del tabaco con la característica pizca de canela que permanece en la boca. Segundos después se filtra por la comisura de los labios y con la lengua se saborean las últimas emanaciones del humo, aumentando el efecto de placer. Con una nueva bocanada de aire relente se traza una mueca similar a una sonrisa. A pesar de todo lo malo se sigue sintiendo la misma frescura de hace 20 años. La mente ya no es la misma, las heridas de guerra producidas por el largo trayecto de la vida se pueden dejar ver a través de las cicatrices profundas, rasgadas en el alma por penas y tristezas que el destino le ha impuesto al mundo. No aquel de afuera, sino que a ese que esta debajo del sombrero Panamá gris, protegido por pelos lánguidos que han perdido su esplendor y que almacena, como un disco duro, toda la memoria de la vida.

Tras ese fugaz ensimismamiento, el alma desdoblada regresa al cuerpo y siente como las manos se aferran al volante. “Ya estamos cruzando”, atraviesan esas palabras por su mente. El auto ingresa al largo puente, construido hace menos de una década pero que ya ha sufrido los embistes del terremoto. El coche apunta con ambos focos a la ruta y surca las calles con debilitado paso, tampoco es el mismo de antes, nada es lo mismo que antes. Los 40 kilómetros por hora son ley, ni uno más, ni uno menos. Piensa que es para disfrutar de todos los detalles de la travesía y sobre todo de la brisa que en un segundo se adhiere a su cara y sigue su rumbo hasta el infinito. El sonido de las olas que chocan a cada minuto con los pilares del puente se filtran por sus agudos oídos: es una melodía atronadora. Así se siente cruzar el río Bío Bío, trasladándose sobre sus fauces y sobre su bravía naturaleza. La corriente del salvaje caudal, aquella protagonista de las antiguas guerras en los confines del mundo entre mapuches y españoles por la hegemonía de aquel excepcional territorio, sigue siendo la misma, intacta ante el flujo del tiempo y la violenta mano del hombre, como un animal incontrolable y testarudo que niega su esclavitud y a sus dominadores.

Desde los parlantes del auto comienza a sonar una apasionada melodía, desgarrada del alma, con melancolía y tristeza. Un genio, seguramente inanimado, logró sacar aquellos atormentados pensamientos del cerebro del hombre y los traspasó a una guitarra, reproduciendo exactamente las notas que se traducen en penas y en soledad. El Blues surca por el aire y se clava en el corazón del conductor, su alma se tensa y a flor de piel se mimetizan sus sensaciones más fuertes. Es triste pero profundo a la vez, una tristeza palpable y rebelde, incontrolable e irascible.

Las notas de la guitarra brotan del diapasón y se desparraman por la ventana, de pronto con la música de fondo el río Bío Bío se transfigura y transforma en el Mississippi. Las tierras colindantes al torrente se llenan de plantas de azúcar y de tabaco y el aullido desesperado del hermano negro esclavo se escucha a lo lejos. Es un eco que transita entre las seis cuerdas de la guitarra y que se filtra por la boca, lanzando sentimientos sobre miseria, hambre y soledad como un lobo estepario, desesperado en su propio aislamiento. Por su cabeza pasan todos aquellos hombres que dejaron su legado en las canciones, su alma quedó atrapada en las tonadas de antaño representando la trascendencia misma del ser humano, que se libera de las cadenas de lo temporal y de lo transitorio y pasa a formar parte de lo eterno, lo perpetuo, lo imperecedero. El coche se mueve al son de la canción, un blues de otro tiempo, con esa mala calidad característica de aquella época, pero que se camufla con la realidad. El mismo desgarro de tristeza del hombre de los años 50 se refleja en el hombre del siglo XXI, aquel que vive bajo la angustia del trabajo moderno y tecnologizado. “Es un grito desde el fondo del alma, independiente de la época,” piensa el conductor tras un breve suspiro. Se siente por primera vez después de mucho tiempo comprendido, aquellas líneas lo describen con mucha exactitud, ya la soledad humana no es tal. Su semblante serio y sosegado deriva en un gesto más tranquilo y equilibrado. Llena sus pulmones de aire fresco y arroja el cigarrillo a la calle. Se ha liberado y por un instante, por mínimo que fuera, se siente feliz y pleno. En el fondo, la canción comienza a amainar y el delta del Mississippi se opaca con la llegada del silencio, el Bío Bío retoma su forma original y el auto vuelve a estar nuevo como siempre, las notas de la guitarra se ocultan y se guardan en el baúl de los recuerdos, listos para aflorar en los momentos en que más los necesita el alma apesadumbrada del hombre abatido por la vida. Aquellas memorias que aparecen en ese instante perfecto para escuchar de un mágico Blues, mientras se atraviesa el Bío Bío en la oscuridad de las tristes y desoladas noches del año…

Y por aquella ruta de asfalto el solitario vehículo continuó con su travesía a casa, con aquellas melodías de las guitarras de antaño resonando en su mente y agitando su alma. Yacía feliz y libre bajo el amparo de aquel triste y melancólico Blues, mientras el reloj del automóvil marcaba exactamente las 3 en punto de la noche, justo cuando las estrellas brillaban con su mayor fulgor.